La confesión del hijo prodigo

5/23/2007

Su rostro jovial y sano se afeó con las huellas del pecado y el vicio.

Quisiera referirme a una confesión de pecado que ha pasado a la historia como el epílogo de una de las más cautivantes y humanas parábolas que contara a los hombres el incomparable Maestro de galilea.

La escena campestre es pletórica de matices, el dualismo de las personalidades en conflicto está dado por la presencia de dos hermanos cuyas actitudes e ideales son marcadamente dispares. Uno se aferra a su mundo y crece en la dulce compañía de sus mayores.

El otro en cambio, aspira a forjarse independiente, su petulante concepto de sí mismo lo lleva a despreciar a quienes ponen todo su amor y voluntad en darle un hogar, se siente hombre sin serlo y ante la angustia de la madre y la sorpresa inescondible del padre, pide la parte de la herencia que le pertenece para marcharse a conquistar un mundo y mostrarse a sí mismo que él solo se basta.

Además, la faena del campo no es para una personalidad de sus quilates, el placer de los deleites humanos no se nutre junto a un arado, está cansado de privaciones y moral retrógrada, él es un joven trivial y quiere vivir lo que a su juicio es una vida en plenitud.

El camino que lo separó de su hogar lo recorrió en alas de sus sueños. Ya en la ciudad distante conoció sin reservas. Su rostro jovial y sano se afeó con las huellas del pecado y el vicio.

Sus reservas monetarias se diluyeron en noches de desenfreno, las primeras dificultades golpearon a la puerta de su egocéntrica experiencia. Las semanas subsiguientes el cuadro se agudizó, con la moral desmoronándose buscó inútilmente trabajo.

La crisis en que vivía lo llevó a pisotear su orgullo, a menoscabar sus sueños de pueril grandeza, bebiendo el último sorbo de amargura, se ensució en el lodo de un chiquero, teniendo por compañeros los cerdos y los recuerdos del hogar y la pureza pedida.

Pero allí no terminó el relato. Jesús nunca dejo a un hombre en el fango, y el último acto de aquel drama oriental es el más sublime. En medio de su derrota, el joven despertó de su letargo y sintiéndose por primera vez realmente hombre, expresó su voluntad de regresar a sus privilegios perdidos.

Apoyado en la esperanza de una restauración emprendió el sendero de vuelta al hogar. Allí no lo habían olvidado y, cuando su figura triste se perfilo en la distancia, los brazos del padre se abrieron en una sublime expectativa. Por fin dio los últimos pasos que lo separaban y con lágrimas en los ojos abrió sus labios para confesar: “He pecado contra el cielo y contra ti”.

Este relato tan humano fue usado por Jesús para ilustras la historia del hombre y Dios. Tú y yo hemos tenido la oportunidad de elegir un camino tal vez queriendo probarte a ti mismo que podías vivir sin él, te has alejado de su bendición y compañía.

Pero en la convulsión de un mundo agitado de pasiones encontradas, has ido gastando tus recursos y hoy, con la fe desmoronada y la experiencia manchada, has sentido la triste evidencia de un sendero que invisible pero cruel te separa de Dios.

Pero no desmayes, Cristo, el mismo que relató esta historia, dijo a los hombres: “Yo soy el camino”. Si en esta hora reúnes la suficiente energía moral como para decir:

Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, “He pecado contra ti, puedes tener la seguridad que más allá de tu horizonte los brazos de tu Creador te aguardan para perdonarte y restaurarte.

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